domingo, 3 de febrero de 2013

Los campesinos: de la libertad a la dependencia


LA VIDA COTIDIANA EN LA EDAD MEDIA
Los campesinos: de la libertad a la dependencia
Etimológicamente dícese de las personas que viven y trabajan de ordinario en el campo. En la tradición medieval, son los laboratores o los encargados de proporcionar con su trabajo, alimento a quienes velan y oran, y los que se hallan en una situación de dependencia ante la superioridad de los que interceden ante Dios y procuran con sus armas su seguridad física.

Este arquetipo del estado del campesino medieval no es ajeno a la realidad de la frontera, si bien es cierto que las emergencias que generan sus contextos iniciales, van a graduar las transformaciones que se fueron operando en su estado individual.
Con el mismo anonimato con el que fueron estableciéndose, solo traicionado por la toponimia y la arqueología, fueron conformando el grupo más numeroso y activo de los pobladores de la Extremadura, que haría posible la incorporación de los espacios a la economía cristiana, y dotaría, al mismo tiempo, de recursos a guerreros y clérigos para la realización de sus funciones. Las garantías militares que proporcionaban las restauraciones de las ciudades fortificadas, y los criterios forales iniciales que garantizaban el acceso a la propiedad y unas condiciones de libertad personal, fuertemente contrastadas con las limitaciones existentes en sus lugares de procedencia, hicieron posible la constitución de comunidades de aldea que se extendieron por el ámbito de todos los alfoces concejiles. Muchos de ellos pudieron acogerse al estatus de caballero con el que se dotó a los poseedores de caballos, o para el que se reclamó a los detentadores de bienes suficientes. Pero la mayor parte, fueron alejándose de la guerra para dedicarse al trabajo de los campos y a las explotaciones ganaderas, alcanzando una nueva situación económica y personal.
Por distribución o por presura, el campesino de la frontera pasó a ser poseedor de predios, y en virtud de ello, tuvo acceso a la utilización de espacios comunales. No eran plenamente propietarios de las tierras ocupadas, puesto que el rey, los tenentes, o en su lugar los concejos, eran los depositarios de los derechos eminentes; lo que explicará la disposición de tierras ya ocupadas a la hora de dotar a ciertas instituciones, y así mismo la exención contenida en los fueros de nuncio y mañeria, que indican el carácter restrictivo que tenía la posesión de tierras. El hecho no fue obstáculo para que el concejo garantizara la integridad de las posesiones, facilitara la movilidad personal, al no verse adscritos a las heredades que ocupaban. La libertad, en cuanto a la posesión de la tierra y su disposición, en general, garantizada taxativamente en los fueros breves iniciales junto a la existencia de otras concesiones eximentes, eran el atractivo suficientes frente a las limitaciones y adscripciones, que por las mismas fechas conocemos al norte del Duero. Si añadimos la abundancia de tierras, las posibilidades de promoción social en la frontera y la estrecha relación con los vecinos asentados en las ciudades y los guerreros, tendremos que concluir que a pesar del riesgo de la frontera, la migración y el asentamiento fueron espectaculares en la primera mitad del siglo XII.
A cambio de la posesión de heredades y de la protección dispensada por los guerreros de los concejos, se les exigió, como contrapartida, un conjunto de prestaciones y servicios que no fueron excesivamente gravosos. Era el coste lógico de la militarización exigida en un espacio fronterizo: el pago de la fonsadera y la participación en llamadas y apellidos, garantías de sus libertades.
En medio de estas situaciones generales y comunes a la mayor parte de los campesinos, se fueron abriendo paso otras menos distantes de las viejas costumbres. Las tierras adscritas al dominio real, a los patrimonios catedralicios que empezaban a formarse, se hallaban trabajadas por campesinos dependientes, nominado s como collaciis, haciendo referencia a labriegos sujetos a cargas por habitar y trabajar tierras ajenas. Si bien gozan del estatuto general, su vinculación a tierras señoriales les obliga a la realización de sernas y otras prestaciones. Las dos situaciones debieron ser compatibles en los primeros años de control cristiano, si bien el enfranquiciamiento de los campesinos asentados en las tierras concejiles, fue la forma dominante hasta mediados del siglo XII.
Las tendencias operantes no tardaron en ir acercando situaciones y equilibrando el estado del campesino, al cambiar la función de los concejos hacia una gestión más administrativa que militar, y acrecentarse las necesidades patrimoniales del los oratores. La primera de ellas tuvo consecuencias inmediatas. Desde el reinado de Alfonso VII los documentos nos muestran cambios sensibles en la utilización de los términos que denotan la existencia de un mundo que va alcanzando su madurez, adquiere con ello mayor complejidad, y se traduce, a la postre, en mayores exigencias que las puramente relacionadas con la defensa de la frontera de la primera época. En las sucesivas donaciones realizadas a las catedrales, se incluyen exenciones de bienes y personas, indicadoras de las nuevas exigencias que han ido tomando cuerpo en los concejos para atender al soporte jurídico-adminsitrativo de dichas instituciones: montazgos, portazgos, moneda, caloñas, homicidios, postas, pechos ... Los concejos, una vez reducida o trasformada la potestad de los tenentes reales, y organizada la estructura de poder, ponían en marcha mecanismos de transferencia de rentas y servicios entre quienes labraban la tierra o cuidaban ganados en las aldeas, y quienes garantizaban la paz y el orden interior, ejerciendo la justicia y velando por la seguridad temporal desde los concejos, y por la espiritual desde los cabildos.
No hay modificaciones sustanciales que supongan un transtocamiento de los estatus iniciales contemplados en los fueros, pero si un cambio en el desarrollo de las instancias de poder, depositarias de unos derechos eminentes y una jurisdicción que va materializándose de acuerdo con el auge y el desarrollo que la sociedad iba alcanzando. De las simples necesidades militares que primaron ante la presión almorávide, se había pasado a la acumulación de exigencias, prestaciones y rentas, que nacen en la medida en la que las instituciones rectoras, laicas o eclesiásticas, conforman sus estructuras de gobierno, y quienes las ocupan pueden exigir y aplicar situaciones que estaban implícitas en la propia naturaleza de los vínculos que les unían a los concejos y a las catedrales.
No había concluido la colonización, ni la roturación, cuando se iniciaba una inflexión provocada por el encumbramiento de caballeros y clérigos catedralicios que se convertían en receptores de una parte de sus ganancias, al tiempo que sustraían sus propiedades y dependientes del proyecto común, en razón de su estatus privilegiado. Poco a poco, el campesino, y la comunidad de aldea de la que formaba parte, se vieron invadidos por la fuerza de los nuevos señores que al mediar el siglo XII dan un paso gigantesco en la homologación de sus designios de dominación.
Desde la segunda mitad del siglo XII, en consecuencia, la dominación del campesino se hizo más rigurosa y eficaz. Es el tiempo en el que caballeros villanos y clérigos asumen la dirección del concejo y de la institución catedralicia, y completan su dominación económica con sucesivas trasferencias que consolidaban los patrimonios obtenidos en la primera época. A partir de ellos se infiltran en los términos aldeanos y acceden a la explotación de las tierras comunales. Con el control de los aparatos de poder y las magistraturas, intervienen en la planificación económica del alfoz del concejo, limitando la capacidad de disposición de los campesinos.

La respuesta del campesino a las diferentes formas que fue adquiriendo la dominación de oratores y belatores, cambio la imagen que todavía se mantenía, para proyectar una realidad compleja y diversa, donde junto a las manifestaciones plurales del estado individual del campesino, se manifiesta una tendencia general hacia el incremento de las dependencias.
Las diferencias fundamentales en el estado del campesino seguían estando en tomo a la propiedad de la tierra y las relaciones de dependencia respecto a los señores y ambas situaciones fueron ahormando una distribución de papeles. Los del campesino propietario, morador de las aldeas y vecino del concejo cuya disposición sobre las tierras que ocupaba solo se hallaba limitada en la transmisión y la enajenación hacia aquellas personas ajenas a la jurisdicción del concejo. Pagaban prestaciones, heredadas de la época anterior, y satisfacían otras nuevas incorporadas por el desarrollo del concejo: pechos, yantares, paradas, portazgos, herbazgos, caloñas, etc. Los del campesino vasallo, poseedor de tierras ajenas y sometido al poder señorial de los propietarios, que debían salvaguardar los derechos de sus señores a la hora de trasmitir o enajenar sus predios y comprar su rescate; poco a poco van despareciendo las sernas y prestaciones personales que realizaban, o cuando menos se reducen y se compensan con la alimentación mientras las realizan; infurciones, martiniegas, yantares, y los derechos de la administración de la justicia, siguen siendo los mecanismos de transferencia de los beneficios campesinos destinados al mantenimiento de los señores. Y por fin, los de los que trabajan la tierra como yugueros, hortelanos, quinteros, contratados para la realización de una serie de actividades concretas a cambio de una parte de los beneficios obtenidos por su trabajo, viéndose sometidos, mientras lo realizaban a la vigilancia y exigencias de los propietarios.
En su conjunto, en cada uno de estos estados en los que se nos manifiesta el campesino, seguía gravitando de una tupida red de rentas, prestaciones, tributos, difíciles de valorar y cuantificar, pero que continúan ahondando las diferencias entre ellos, pero especialmente frente a quienes son los beneficiarios del conjunto de las exacciones. Todos ellos van viendo refrendadas legalmente sus situaciones en las redacciones extensas de los fueros concejiles o en la serie de fueros-contratos agrarios concedidos por los propietarios de las tierras que ocupaban. El proceso ha supuesto, sin duda, una regulación de las relaciones económicas y jurisdiccionales, que implica, aparentemente, un progreso frente a la arbitrariedad señorial, y una acomodación a las transformaciones que se han operado al alejarse la frontera. Pero sus resultados finales siguen poniendo de manifiesto la situación de inferioridad frente a los habitantes de la ciudad, su limitado ámbito de acción política y personal en el marco de las aldeas y sus recortados y oscuros horizontes económicos y personales ante el peso de las dependencias establecidas por concejos, catedrales y señores, o lo que es igual, ante la institucionalización feudal de bellatores y oratores.
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EL RITMO DEL INDIVIDUO EN SU ESTADO: 
GUERREROS, CLÉRIGOS, CAMPESINOS Y HABITANTES DE LAS CIUDADES 
Luis Miguel Villar García
(Universidad de Valladolid)

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