jueves, 21 de febrero de 2013

BERCEO: SOBRE FALSIFICACIONES, LITERATURA Y PROPAGANDA


BERCEO: SOBRE FALSIFICACIONES, LITERATURA Y PROPAGANDA
M. Ana Diz (Lehman College, CUNY)

En la cultura medieval la propaganda no es actividad desconocida. Piénsese en los reyes de Navarra, Aragón, León y Castilla, que tanto estimularon la creación de comunidades monásticas porque para ellos, los monasterios eran centros de propaganda para la reconquista. O en el valor noticiero y de propaganda de la actividad del juglar medieval. O en las biografías reales y, más en general, en las historias, crónicas y memorias que constituyen la historiografía medieval, y que tienen el rasgo común de ser textos de propaganda, donde no es fácil separar el interés del idealismo.12 Como los medios de comunicación en nuestra época, en la Edad Media, el clero era el artífice de la opinión pública. La labor de la iglesia consistía en propagar las manifestaciones de lo sagrado, en hacerlo accesible y presente, en insertarlo en la particularidad de un lugar y una historia local (“Hic locus est...”). El proceso puede compararse con el de la traslación de reliquias ocho siglos antes de Berceo, en tiempos de San Agustín.13 En los dos casos, se trata de abreviar la distancia que separa al creyente de lo sagrado y de establecer una red de sitios de culto, que tiene el poder de unir los distantes lugares de la geografía cristiana. Si en la Edad Media temprana, la translación de reliquias llevaba el objeto sagrado a las gentes, en época de Berceo, marcada por la clericalización de lo sagrado, son las gentes las que se trasladan hacia los centros religiosos. El románico manifiesta ese cambio profundo. Las iglesias primitivas, cuyos muros separaban el espacio sagrado del secular, tenían la estructura de una fortaleza. El parco exterior del edificio indicaba poco de lo que ocurría adentro. En contraste con ese exterior de madera, piedra o ladrillo, el arte de la iglesia se concentraba en el interior, en los colores brillantes de mosaicos, frescos, telas y metales preciosos, y sobre todo en el área del altar, en los relicarios y sarcófagos decorados de sus criptas, en los cálices y los candelabros suntuosos del altar mayor. El arte eclesiástico del primer milenio, como apunta Charles Altman, es radicalmente un arte privado, limitado al creyente, arte para la gloria de Dios y no para el efecto retórico que pueda ejercer en los hombres. Si en las iglesias construidas antes del siglo XI, una puerta es, sobre todo, una entrada o una salida, en la iglesia románica, el portal debe figurar simultáneamente la separación entre lo sagrado y lo profano y también su continuidad potencial. La puerta se vuelve espacio privilegiado que representa un programa escultórico impresionante: escenas del juicio final, parábolas, episodios conocidos de vidas de santos. El tímpano domina la plaza, el espacio secular por excelencia. Los Milagros de Berceo deben insertarse en este marco de arte evangélico, como el arte románico del portal, dirigido a un público amplio y variado, un arte que busca comunicar y convencer, en el cual la experiencia religiosa, que antes era esencialmente privada, pasa a formar parte de una escena pública y secular.

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