domingo, 27 de enero de 2013

PECCATA NEFANDA : delito de solicitación

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Hechos supersticiosos.
Dejando aparte el asunto de la Madre María Josefa de Santa Teresa y sus cómplices del convento de Corella que, en 1735, fueron acusadas de pacto expreso con el demonio y que estudiaremos aparte, 23 personas comparecieron ante el Tribunal del Santo Oficio de logroño por superstición a lo largo del siglo XVIII; una de ellas tres veces. Ello, de manera muy esporádica y sin que este tipo de acusación haya vuelto a aparecer cuando se restableció la Inquisición en 1814 como lo prueba el gráfico I de causas por decenios.

Todo tipo de acusación cabe dentro de esta calificación: a Pedro Quintanar y Espiga, clérigo de prima, de 21 años, le delata el boticario de Noxa en 1754 por hacerse el interesante con juegos de manos y haber declarado que era capaz de hacer bailar en carnes a uno de la ciudad9B Y Pablo González, de 29 años, se ve delatado nada menos que por pacto implícito con el demonio porque en mitad de la plaza, había medido una barra de hierro caldeada en una fragua con los pies, y después con las manos, la lengua, yeso había causado notable admiración y escándalo. Un truco que habría aprendido de soldado antes de establecerse como labrador en Alfar99 En cuanto a María Martín Camparrosa, de 22 años, si tiene impedimento en el coito con el marido durante cuatro o cinco días, es por culpa de su antiguo novio, Manuel AlcaIde, que primero la ha abandonado, y ahora les echa un maleficio. Así que el pobre de Manuel Alcalde viene a parar a las cárceles secretas del Santo Oficio. Menos mal que, convencidos por las buenas costumbres, modo, cristiandad que allí mostró, los inquisidores consideraron poco sustanciales las acusaciones de la decepcionada novia 100 De maleficio también, acusa Ignacio lamora, labrador de Irún de 74 años, a Catalina Vizcarredondo, de 60 años 101 .

Y no falta por supuesto la acusación de proporcionar ungüentos. Una mujer se acusará de este pecado a su confesor que avisará al Tribunal del Santo Oficio: María Esteban la Gitana, denunciada por el vicario de Villafranca en Guipúzcoa en nombre de lñés Guiridi 102. Hay quien se jacta de poder descubrir tesoros por arte de magia, como Juan Martínez Delgado, albardero en Belorado 103. Pero en muchas ocasiones (el 45% de los casos) la acusación de hechos supersticiosos va en contra de curanderos. El desamparo ante la enfermedad, la incapacidad (por el alejamiento o motivos económicos) de llamar al médico obliga a acudir al curandero. Es la última (cuando no la única) posibilidad de salvación física incluso si el precio que pagar era la pérdida del alma. Muy claro lo tenemos en el caso de esta madre, Ventura Sáinz, que en 1716 no vacila en llamar al curandero para que haga un pacto implícito con el demonio con tal de que le salve al hijo. Y luego le delata, por remordimiento o porque el pacto se ha revelado ineficaz 104.

Pese al papel que la imaginación popular atribuye a las brujas, el número de hombres que fueron acusados por hechos supersticiosos es mayor que el de la mujeres (con el 65% contra el 35%). Y entre estos acusados, nos encontramos con todo tipo de condiciones: desde labradores como Miguel (alias Simón) Romero, de Lerín 105 o canteros como Toribio Díaz de Vargas del valle de Buelna 106, hasta religiosos como Fray Bernardo, en el siglo Bernardo Pérez Caballero 107, pasando por la mujer de un tambor de milicias, María de la Concepción Arandia, de Lag roña lOa. Pero vagos y gitanas (5 casos en total) despiertan especialmente la suspicacia y en el caso de Juan Pérez de la Vega, viandante acusado de superstición yadivinaciones, se indica como agravante que se haya presentado muy andrajoso, en traje de pobre 109 La lucha contra la superstición era también una lucha contra la marginalidad, y no es pues de extrañar que el 56% de las denuncias procediesen del estado eclesiástico.

Sin embargo la actitud del Tribunal del Santo Oficio de Logroño frente a estas acusaciones de superstición fue a menudo inconsecuente. Así, Rafaela Iturriaga (o Madariaga), de Deusto, ya compareció dos veces, en 1786 y 1791 antes de verse calificada como sospechosa de levi en 1799 110. lo cual prueba una indiscutible mansedumbre del Tribunal en las dos primeras ocasiones. Asimismo, a María Concepción Arandia, de Lag roña, acusada de hechos supersticiosos, tan sólo se le hará comparecer para monicias de cargo en 1784111. En cambio, el mismo año por curaciones supersticiosas, se le condenará a Bernardo Pérez Caballero a prisión en cárceles secretas y que en auto público de fe si lo hubiere de próximo y si no en una iglesia, se lea su sentencia con méritos 112. Al año siguiente, María Estefanía de Aranas, de Tolosa en Guipúzcoa, también fue votada a que en auto público de fe, si lo hubiese de próximo, y en su defecto en una de las iglesias . de la ciudad, estando en forma de penitente, con insignias de embustera, se le lea su sentencia con méritos, abjuro de levi, [y] sea absuelta ad cautelam con otras penas o sea, prisión y embargo de bienes 113.

Bien es cierto que el primero era religioso y la segunda gitana y que en ambos casos convenía hacer un escarmiento. Pero tampoco se había mostrado especialmente indulgente el Tribunal de Logroño con Domingo Gómez Angel, vagabundo acusado de curaciones supersticiosas. En 1758 tuvo que abjurar de levi, siendo absuelto ad cautelam, y fue condenado a destierro después de sufrir tres meses de presidio en la ciudadela de Pamplona 114.

Como lo prueba el caso de María Estefanía de Aranas, cabe notar que, bajo la calificación de hechos supersticiosos, el tribunal de Logroño -como en general la Inquisición española del XVIII 115 perseguía más a embusteros que a auténticos sacrnegos. Y no únicamente a curanderos o adivinos, sino también a fingidos santos. Así, en 1777, el prior del convento de logroño denuncia a la beata Marina Garrate, residente en Marquina (Vizcaya), ya su director espiritual, Juan Antonio de Miguel, presbítero que fue de la parroquia de San Andrés de este pueblo. A los dos se les califica de hipócritas y a ella se le añade el reproche de hechos supersticiosos, ilusión y fanatismo 116.

No era el primer caso de fingida santidad juzgado por el Tribunal del Santo Oficio de Logroño. Existía un famoso precedente: el de doña Agueda de Luna y sus cómplices del convento de Corella. Delatadas en 1740 por pacto expreso con el demonio, confesaron ser autoras de una gigantesca estafa de hechos supuestamente milagrosos.

La mejor fuente para este asunto sigue siendo Juan Antonio Llorente, quien pudo ver documentos que luego desaparecieron y se interesó en ello por motivos personales (sus propios padres habían sido víctimas de la fama de la madre Agueda y se habían trasladado a Corella a solicitar su intercesión por la salud de un hijo ... que murió sin embargo poco después) 117. Según él, doña Agueda de Luna, nacida en Corella (Navarra), se había hecho carmelita descalza en el convento de Lerma en 1712 y ya en 1713, siguió las doctrinas heréticas de Molinos. Durante veinte años, vivió en el convento de Lerma con reputación de santidad, haciendo incluso creer que tenía éxtasis. Y cuando se fundó un convento de carmelitas descalzas en el pueblo donde había nacido, Corella, la nombraron priora. Allí siguió con una reputación de santa favorecida por la gracia de Dios que la distinguía de los demás mortales haciéndole evacuar por vía urinaria, en medio de los mayores dolores, como los del parto, unas piedras color de sangre que llevaban por un lado una cruz y por otro una estrella y que tenían el poder de hacer curaciones milagrosas.

En realidad, no existía ningún milagro y las famosas piedras no las fabricaba el Espíritu Santo, sino un cómplice de la madre Agueda, a base de barro y sustancias aromáticas. En cuanto a la vida que llevaba, no era muy de santa ya que cuando se la procesó, una de sus secuaces, doña Vicenta de Laya, reveló que había parido varias veces, e incluso reveló el lugar donde se había enterrado el fruto de sus partos, lugar donde efectivamente se hallaron restos de cadáveres de recién nacidos.

Sin embargo, la madre Agueda fue delatada al Santo Oficio por pacto expreso con el demonio al que había invocado para realizar nuevos milagros. Se le aplicó el tormento, y confesó que toda su vida no había sido sino una sarta de embelesos. Tan violentas habían sido las torturas que se le aplicaron que murió a consecuencia de ellas en la cárcel, antes de que se hubiese acabado su proceso.

Doña Agueda no fue la única monja de Corella implicada en este asunto: la Madre María Josefa de Santa Teresa, en el siglo Lora y Luna, de 24 años y sobrina de la madre Agueda, se delató espontáneamente después de la prisión de su tía por pacto expreso con el demonio; comercio torpe con él [y] adorarle 118 También la boticaria del convento, madre María Josefa de Jesús, en el siglo Alvarez de Torroba, de 31 años, se confesó por cómplice con la Madre Agueda en sus ficciones, apostasía contra la Santa fe, pacto expreso con el demonio, comercio torpe con él y con los religiosos cómplices con pretexto de obediencias y confesiones y delató a otra monja: sor María Rosa de Cristo 119

Más bien que pactos con el demonio, tenemos en este asunto de las monjas de Corella un relajamiento sensual fundado en el molinismo, difundido y aprovechado por los confesores. Según Juan Antonio Llorente, el primero en haber inducido a la madre Agueda en tal herejía fue Juan de Longas, condenado por el Santo Oficio de Lag roña, en 1729, a doscientos azotes y diez años de galeras. Era sobrino del famoso Juan de Causadas, que había sido quemado por molinista según sentencia del mismo Tribunal. El propio provincial de los carmelitas descalzos, fray Juan de la Vega, a pesar de una fama de austeridad más usurpada que merecida, fue condenado a comparecer en un autillo el 30 de octubre de 1743. Había sido confesor de la madre Agueda a partir de 1735 y se le acusó de ser el padre de cinco de los niños que había parido la pretendida santa 120. Otro confesor suyo, fray Miguel de Santa Teresa, entonces prior del convento de carmelitas descalzos de Burgos, también fue implicado en este asunto 121. En el fondo, argumentando un pacto con el demonio, el Santo Oficio intentaba en realidad controlar y poner freno al inmenso poder que tenían los confesores y a sus abusos. De todos modos y sin llegar a tales extremos, este papel de la Inquisición como instrumento de policía eclesiástica fue fundamental como veremos a continuación.



Solicitantes.

Según un testigo nada sospechoso de simpatizar con el Santo Oficio, Fray Servando Teresa de Mier, sin la Inquisición, el tribunal de la penitencia hubiera sido un inmenso burdel 122. Además del asunto de las monjas de Corella, el número de denuncias -cuarenta y siete- y el tenor de algunos hechos referidos le da enteramente la razón. Sobre todo, al final del siglo XVIII y principios del XIX, donde apenas si hay año en que no se incoe proceso por este motivo (vid. gráfico 1).

Todos los hechos no revisten la misma gravedad. En algunas circunstancias, no hay solicitación propiamente dicha, sino preguntas indiscretas y absolutamente innecesarias para la absolución de la penitente. Así, en 1805, Marcelina Solado, viene a delatar al capuchino Veremundo de Arrellano porque le preguntó si su marido lo tenía muy gordo, [y] si ella tenía sus partes bien abiertas 123. Yen 1786 María Sáez Villarreal había denunciado al franciscano Fray Manuel Oca, del convento de San Vitones, porque le preguntó si tenía los pechos grandes, si tenía vello en las partes, quien se lo había esquilado, que si dormía sola, a que respondió que con una hermana y la volvió a preguntar si la enseñaba las partes [ ... ] y si se tentaba sus partes y se las miraba 124.

Incluso hay mujeres que vienen a delatar al confesor como solicitante por hechos que no pasaron en el confesionario y no tienen nada que ver con el tribunal de la penitencia. Es lo ocurrido en 1804 con María Hipólita Moratín y Vedaurrela, religiosa agustina en el convento de Logroño denuncia por solicitante a su confesor, el mercedario calzado fray IIdefonso de Miranda por haber quedado encerrado todo un día con otra mujer ... ¿Celo religioso, o simplemente celos? De todas formas, ello no tiene nada que ver con la solicitación y el Tribunal de Logroño echará tierra al asunto 125. La palma de la decepción se la lleva sin duda alguna Juana Ruiz, mujer de 64 años, de Reinosa, que en 1784 consiguió que su confesor, el dominico Cayetano Gutiérrez se hallase encarcelado por el mero hecho de que, según ella, el delatado hacía muchas preguntas en la confesión, sólo a las mozas 126.

Pero puede pasar a mayores: en 1743, Josefa de Bringas, moza soltera de 23 años, vecina de Bilbao, denuncia por orden de su nuevo confesor al carmelita descalzo fray Diego de los Santos porque habiendo llegado al sexto mandamiento, le preguntó el reo si estaba doncella o no, y habiéndole respondido estar ya corrupta, la previno el reo pasase por la tarde a su hospicio, y habiéndolo efectuado la delatora sin malicia, y hallado el reo a dicho oratorio, la sentó junto a él y la osculó y tuvo tocamientos preguntándola si estaba limpia, y la quiso forzar el reo lo que no consiguió por haber entrado una muchacha m Asimismo, por orden de su nuevo confesor, María de la Concepción de San Nicolás, religiosa franciscana de 26 años en el convento del valle de Carriedo, que, según el Comisario del Santo Oficio, merece todo crédito, delata en 1784 a fray Francisco Portillo, franciscano también, conventual en Santander por el siguiente motivo:

«Le llamó al confesionario y la solicitó a cosas torpes con palabras amatorias que la dijo y hizo [sic] el reo teniendo éste consigo tocamientos impúdicos manifiestos ante la testigo y que la decía y solicitaba para que ella los tuviese consigo misma al mismo tiempo que el reo»

y que:

«puesta la declarante de rodillas para confesarse hacía el reo como que la estaba confesando simulando confesión y luego comenzaba a tener en sus partes tocamientos impúdicos hasta arrojar la semilla por los agujeros de las rejas del confesionario, y que esto fue como unas treinta veces a su parecer, que en otra ocasión en otro pasaje del confesionario, la pidió y solicitó le enseñase los pechos para tener tocamientos en ellos ... » 128

Juan Antonio Llorente, quien en 1791 había redactado un informe sobre el modo de procesar del Santo Oficio contra solicitantes, había llegado a las siguientes conclusiones respecto al origen de los confesores que incurrían en este delito: un escasísimo número de clérigos seculares (según él, tan sólo uno por cada diez mil que ejercían su ministerio); la poca proporción de monjes benedictinos, cistercienses, etc ... (uno por mil); pero el alto porcentaje de carmelitas, agustinos, trinitarios, mercedarios, dominicanos o franciscanos calzados (uno por quinientos) y el altísimo número de solicitantes entre los descalzos, agustinos, trinitarios o mercedarios (uno por cuatrocientos), llevando la palma los carmelitas descalzos, alcantaristas y capuchinos (uno por doscientos). Y veía Llorente tres motivos a estas diferencias que observaba entre clérigos y religiosos, por una parte, y entre religiosos entre sí, por otra: la mayor o menor libertad de que gozaban para tener ocasiones fuera del confesionario; la dedicación más o menos importante al tribunal de la Penitencia y por fin -y sobre todo- los recursos financieros de que disponían y les permitían -o no- recurrir a mujeres públicas para satisfacer sus necesidades sexuales 129,

Las alegaciones fiscales del Tribunal de Logroño confirman de manera general este análisis: los sacerdotes seculares tan sólo representan el 15% de las causas por solicitación contra un 85% para los religiosos. Y entre ellos, los franciscanos llevan -y con mucho- la ventaja con un 32,5% de las delaciones contra regulares, precediendo a los carmelitas descalzos y dominicos (un 12,5% cada uno). Hay que tener en cuenta, claro está, el número de los individuos de cada orden residente en los distintos obispados que dependían del tribunal del Santo Oficio de Logroño. Había, aproximadamente, y refiriéndonos al censo de 1787 para Navarra, Alava, Guipúzcoa y Vizcaya: 757 franciscanos; 317 capuchinos; 185 carmelitas descalzos y 165 mercedarios calzados 130. Teniendo estos datos en cuenta, la orden con mayor proporción de solicitantes era -como había observado Llorente- la de carmelitas descalzos, seguida por la de franciscanos.

En tres ocasiones, la acusación de flagelante corre parejas con la de solicitante. Y otros tres religiosos se vieron delatados únicamente por este último motivo: el franciscano Domingo de Salas, del convento de Santo Domingo de La Calzada, en 1746 131; fray José Mendieta, en 1761 132; y el capuchino Mariano de Pamplona, del convento de Lag roña, en 1803 133.

Llama la atención la poca importancia que los inquisidores solían conceder a la flagelación y lo que llevaba implícito. Así, a fray Mariano de Pamplona, le denunció el propio capellán mayor y confesor de las capuchinas en nombre de una novicia, sor María Rosa, por haberle dado azotes en la portería después de comulgada, manifestándole algunas veces un crucifijo, excitándola a deseos de sufrir por el Señor y encargándola se acordase en tanto que él la azotaba de los azotes que recibió Su Majestad, haciéndola volverse a descubrir o descubriéndola para ver si la había lastimado con los azotes y teniendo con ella mil acciones y tocamientos impuros al tiempo de su despedida, lo que le hizo confesar con él inmediatamente y le encargó mucho nada dijese a nadie. Con todo y con eso, el Tribunal del Santo Oficio de LDgroño se limitó a declarar que se prevenga y reprenda al reo sobre su abuso en el sacramento de la Penitencia con persona o personas de diferente sexo, teniendo en ellas tratos deshonestos, y absolviéndole después de ellos [y] que se le imponga la penitencia que pareciere, y manifestó creer a pies juntillas un informe según el cual tal confesor era un religioso muy laborioso, ajustado y ejemplar. Para apreciar debidamente la indulgencia de los inquisidores que opinaron en este asunto, Sáinz y Escalera y Galarra, conviene saber que un vecino de Tolosa, (que para desgracia suya no pertenecía al estado eclesiástico) Antonio Carrese, había sido «votado a prisión» el año anterior de 1802. Le había delatado una mujer de la ciudad, Joaquina Antonia de Landa, de 30 años, porque había tenido la imprudencia de afirmarle que el quebrantar el sexto mandamiento no era pecado [y] que si lo fuera ninguno se podría salvar; que él nunca lo había confesado 134.

En realidad, al Santo Oficio le importaba más el pecado contra el espíritu que contra la carne, incluso durante o inmediatamente después de la confesión: en 1742, se declara sospechoso de vehementi, a José Joaquín Alemán, presbítero confesor y predicador en Santo Domingo de La Calzada que se delató espontáneamente. No por sus ademanes torpes durante la confesión: se hizo sospechoso de molinismo por declarar a su penitente que los abrazos por el practicados eran agradables a Oios 135.

Pero lo que más llama la atención en estos asuntos de clérigos flagelantes o solicitantes es la pasividad por no decir complicidad de las mujeres implicadas. Ya hemos visto el caso de la franciscana María de la Concepción de San Nicolás que vio unas como treinta veces a fray Francisco Portillo masturbarse cuando la oía en confesión sin que se le ocurriera cambiar de confesor o avisar a su superiora. El hecho de que dos de los tres casos de denuncias por flagelación y 27 de los 47 de los de solicitación (con o sin flagelación) -o sea un 58% de todas las denuncias por turpitudo in confesione- se hayan producido después de una confesión con un nuevo director espiritual prueba claramente que las mujeres hacían la vista gorda. Cuando en 1768 fray Domingo Toribio de la Concepción solicitante y flagelante confesó que llevaba once años administrando el sacramento de la penitencia (con la prohibición expresa de que sus víctimas» lo recibieran de ningún otro clé.rigo) ¿quién va a creerse que pudo obrar con tal impunidad y durante tanto tiempo sin el consentimiento de sus flageladas o solicitadas 136?

¿Qué decir también de las explicaciones que Isabel García dio al presbítero don Miguel Gil Dábalos en 1746 contra su confesor fray Domingo de Salas y que indican que la pretendida víctima esperaba más de lo que le pasó ya que no dudó en decirle que:

«para que con él hiciese confesión general y caminase por el camino de perfección, le hizo dar palabra a un crucifijo y al mismo reo y la mandó que siempre que tuviese ocasión, se disciplinase en su presencia; que por tres veces la hizo ponerse inhonestamente junto a la cama donde estaba enfermo el reo; y una de éstas, la puso sobre su cama arrodillada sobre las piernas del reo, y la tuvo así como por espacio de tres credos descubierta hacia el reo la parte posterior; que aunque no llegó el caso de sacudirla [sic] acaso por ser el aposento reducido y se podría oir por de fuera, pero le supuso era lícito el ver verenda mulieris, lo que parecía herejía» 137.

En cuanto a Michaela Zapatero, de 24 años, confesó al presbítero Joseph Moreno que cuando la oía en el tribunal de la Penitencia el trinitaria calzado Joseph de San Matías en Alfaro, por tres o cuatro veces después de haber acabado sus confesiones, estando de rodillas, introduciendo el reo los dedos por la rejilla la tocó los pechos y cara; que esta mujer en la misma ocasión le dio motivo a estas acciones y dijo que le quería mucho y deseaba estar a solas con él, y que se fuese a su casa o que ella iría a la del reo, a que respondió éste que no podía ser porque sería muy notado 138.

Y cuando en 1815 el Tribunal del Santo Oficio restablecido recibe la denuncia de María Concepción Goividera, agustina secularizada durante el reinado del Intruso, contra Fray Andrés Carrascón, agustino en Pamplona y afrancesado notorio, es evidente que no estamos en presencia de una monja arrepentida o avergonzada. María Concepción obra como una mujer celosa con ansias de vengarse de la infidelidad de su amante, ya que preguntada si sabía que hubiere [Andrés Carrascón] solicitado a otras dijo que aunque no podía dar datos positivos, tenía muchas presunciones de que hubiere imbuido a otras en las mismas máximas, especialmente a una confesada muy a menudo, casada, y a una hermana también suya, pues los veía estar horas enteras encerrados, además de que oía bastantes expresiones que lo demostraban 139.

No todas tuvieron la sinceridad de Josefa Antonio Morena, de 25 años de edad, que cuando delató en 1788, a su ex director espiritual, Fray Juan Bautista del Carmelo, de Calahorra, se acuso a sí misma de pensamientos impuros 140.

[...]

(nota del editor: hubiéramos deseado acompañar el texto con las notas y apéndices pero la premura nos obliga a postergar la edición completa para la web.)


El tribunal del Santo Oficio de Logroño en el siglo XVIII (1700-1820)
GERARD DUFOUR
TOMO IV
EDAD MODERNA II
Coordinador del Area de Historia Moderna
JOSÉ LUIS GÓMEZ URDAÑEZ

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