jueves, 30 de abril de 2009


Conocí a Tarsicio Lejárraga cuatro o cinco años después de que se hiciera cargo de la custodia del Monasterio de Suso. Debió ser en 1966 o en 1967.
Cuando yo subía de Nájera a San Millán, cosa que sucedía varias veces al año, las primeras veces me limitaba a oír atentamente sus explicaciones como uno más del grupo de visitantes; en las siguientes me permitió Tarsicio que, después de oírle, vagase un largo rato por allí, absorto en mis observaciones; más adelante comenzamos a tenernos confianza y, entre tanda y tanda de visitantes, nos sentábamos en la trastienda y allí hablábamos tranquilamente de todo lo divino y lo humano.
Ya jubilado, pude charlar con él en Nájera en varias ocasiones. Luego lo perdí de vista y en las navidades del 2002 me enteré, con profundo dolor, que había fallecido un mes antes.
Le debo a Tarsicio mi cariño a San Millán y más en concreto a Suso. Él poco a poco me fue iniciando en el riquísimo universo de Suso. Todos tenemos un lugar secreto donde nos perdemos para volver a enraizarnos en la tierra que consideramos más nuestra. Yo tengo dos. Uno, gracias a la paciente pedagogía de Tarsicio, es Suso y el otro siempre fue Valvanera. Ellos son mi patria espiritual. Si un día me pierdo, buscadme en cualquiera de los dos.
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